Hay muchas maneras de definir la capacidad de un sistema. Tantas que, realmente, hay que hacer un análisis de lo que se quiere medir para poder escoger una definición de capacidad adecuada. Si nos centramos en las operaciones necesarias para prestar un servicio u ofrecer un producto a los clientes, que es lo que nos interesa aquí, deberíamos centrarnos en medidas de carácter técnico.
Podemos complicarlo todo lo que queramos, pero, para la gran mayoría de las empresas, lo más sencillo suele ser lo más conveniente.
Las medidas de capacidad más típicas referidas a los procesos son del tipo «cantidad de producto/servicio» producida por unidad de «algo». Ese algo suele ser el tiempo (minutos, segundos, horas, años…).
También podríamos hablar de cantidad producida por una superficie (metros cuadrados, hectáreas, etc.) o cualquier otro parámetro que sea significativo de la actividad que estamos tratando de medir, por ejemplo: almuerzos, rutas realizadas, volúmenes o, incluso, unidades monetarias (Euros, para entendernos). En este caso estaríamos hablando de rendimiento de un recurso.
Conviene no confundir ambos conceptos aunque, lo realmente importante, es ser conscientes de que en ocasiones hay que medir y que si queremos tomar decisiones fundamentadas, entonces medir es imprescindible.
Podemos complicarlo aún más hablando de productividad que es la cantidad de producto o servicio dividido entre los recursos empleados en la producción. Es la relación entre lo que entra al proceso y lo que sale de él.
Sin embargo, no es de esto de lo que trataba el artículo! Hablábamos de gestión de la capacidad. Es decir decidir qué capacidad necesitamos en nuestra empresa para satisfacer a nuestros clientes. Establecer esto es de suma importancia puesto que muchas decisiones posteriores se verán afectada por la política que queramos seguir respecto a la capacidad.
Lo vemos con algunos ejemplos: